Por: Christian Hernán Castro Cortés
La cama: Sábanas, una almohada, frazadas y un cobertor, un almohadón, cabecera de madera, algo de ropa sobre él.
A veces estoy en silencio dentro de mi habitación, tendido en la cama con una mirada que no busca nada y no pretende buscar, un lapso donde nada me llama y nada me despide, es lo que algunos definen como un momento sin tiempo. En este instante atemporal dejo de pensar y sólo me limito a escuchar pasivamente los ecos dentro de mi mente. Escucho entonces el sonido de las demandas, las disculpas, la angustia, el temor, el deseo, la pena y todo lo demás. Todo aquello en su forma inicial, el momento cero de mis reacciones.
El cielo: Blanco, añoso, alto, una luz al centro, sin pantallas, sin candelabros, manchas de humedad y manchas del tiempo en él.
Y salgo de mi habitación, vierto agua sobre mi rostro, despierto, tomo todo lo que sea útil y salgo de casa. Y si en el jardín la hierba está crecida está la espada para cortarla, y si mis pasos son lentos y cansados entonces puedo volar, y si contra mí se vuelve toda el agua del mar entonces puedo congelarla, y todo está a mi alcance, todo lo puedo tan sólo con quererlo. Ya no soy yo, sino todas las virtudes y perversidades que me dominan cuando la luz en el centro de cielo me encandila.
Y el suelo: Destruido por el tiempo, camuflado, alfombrado gris y desgastado, espacios invisibles, todo está sobre él.
Pero despierto y vuelvo a ser yo, y la virtud y la perversidad se tornan mínimas y si la hierba está crecida ya no está la espada para cortarla sino sólo mis manos desnudas, ya no puedo volar y las olas del mar me paralizan. Vuelvo a ser yo destruyéndome con el tiempo, alfombrando de gris mis anhelos y ambiciones, exiliándolos a lo invisible.
El hombre que soy yace en una cama, creyendo que es capaz de salir de casa pero siendo incapaz de realizarse más allá de fantasías y mentiras.-
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